Ya hemos conocido las transformaciones de la Plaza del Ángel a través de los tiempos, y la industria de don Antonio Canseco y Escudero, hacedor de campanarios y relojes de torre que tuvo renombre en el Madrid decimonónico. También hemos recordado la Relojería de San Sebastián, en cuya esquina con la calle homónima y la Plaza del Ángel estaba instalado un reloj Canseco, que daba los cuartos y las horas con absoluta precisión.
Antigua Villa y Corte y sus historias perdidas. Villa que hoy reconocemos desde imágenes viejas en tonos grises y sepias. Madrid que, sin embargo, fue tan colorido y luminoso como el de hoy; y turbio también en algunas cuestiones... como el de hoy.
Imaginemos, pues, el escaparate de la Relojería de San Sebastián en tecnicolor. Pongamos música circense si se quiere, porque está a punto de comenzar el espectáculo entre brillos de oro y plata; terciopelos y maderas nobles; adornos religiosos; relojes, relojitos y... ¡unos chinos campaneros!
El reloj de los chinos
En tiempos en que existió el gusto por lo "chinesco" (vestidos, bordados, faroles, porcelanas, etc.), don Antonio Canseco y Escudero tuvo a bien hacerse con un par de chinos de madera -china y chino-, para adornar el escaparate de la tienda con un artesonado carillón.
Desde las postrimerías del Siglo XIX y hasta los años cuarenta del XX, hizo las delicias de todos los públicos -y de los "isidros", cuando venían-, el reloj de "los chinos" de Canseco.
La pareja de chinos automatizados tiraban alternativamente de gruesos cordones de seda para dar las campanadas de las horas, las medias y los cuartos, marcadas con precisión por el reloj de la esquina.
Eran aquellos instantes del tiempo regocijo para niños y adultos. En la esquina de la calle de San Sebastián se formaba un interesante tapón de multitudes para ver el "Cortylandia" decimonónico.
Grandes y pequeños miraban con atención el momento en que la pesada aguja del minutero lanzase el sonido hueco, mecánico y lastimero, al colocarse en el punto exacto en que los autómatas comenzaban los movimientos.
La china vestía de verde azulado y preciosos dorados; el chino iba de amarillos y luciendo un gracioso sombrero. En el momento justo -el que marcaba la precisa maquinaria-, muelles y engranajes comenzaban trepidantes movimientos; entonces, ambas figuras tiraban de los gruesos cordones de seda poniendo en marcha la actividad mecánica que se desarrollaba más arriba, en el carillón ubicado en el exterior del escaparate, en la parte más alta, haciendo vibrar todas las campanas, campanitas y campanillas que conformaban aquel ingenio.
Con el humor ocurrente del siglo XIX, los relatos de Evaristo Escalera y F. Moreno Godino, nos han mostrado el ambiente que se vivía en rededor de la plaza y frente a la relojería.
Del siglo XX, exactamente de 1919, la descripción del reloj y su mecanismo viene de la mano del eterno "Ramón". En plena actividad de las tertulias del Pombo y en su etapa de madrileñista, don Ramón Gómez de la Serna escribe en el semanario España:
Estos fueron los famosos "chinos de Canseco" y el "ambientazo" que se formaba para verlos. Entretenimiento que, junto a la bola del reloj de la Gobernación, en la Puerta del Sol, hacía pasar el rato, o el tiempo, a los madrileños de antaño.
Después llegó el "imán de la fama" de la relojería de la calle Mayor, y más tarde el olvido.
Dicen que los chinos campaneros acabaron en Japón o México, al parecer mediante las artes de algún profanador sin escrúpulos. Hoy los hemos rescatado del olvido de los tiempos para que al pasar por la plaza y su esquina imaginemos su campaneo.
Antigua Villa y Corte y sus historias perdidas. Villa que hoy reconocemos desde imágenes viejas en tonos grises y sepias. Madrid que, sin embargo, fue tan colorido y luminoso como el de hoy; y turbio también en algunas cuestiones... como el de hoy.
Imaginemos, pues, el escaparate de la Relojería de San Sebastián en tecnicolor. Pongamos música circense si se quiere, porque está a punto de comenzar el espectáculo entre brillos de oro y plata; terciopelos y maderas nobles; adornos religiosos; relojes, relojitos y... ¡unos chinos campaneros!
El reloj de los chinos
En tiempos en que existió el gusto por lo "chinesco" (vestidos, bordados, faroles, porcelanas, etc.), don Antonio Canseco y Escudero tuvo a bien hacerse con un par de chinos de madera -china y chino-, para adornar el escaparate de la tienda con un artesonado carillón.
Desde las postrimerías del Siglo XIX y hasta los años cuarenta del XX, hizo las delicias de todos los públicos -y de los "isidros", cuando venían-, el reloj de "los chinos" de Canseco.
Los chinos de Canseco (Fotografía de autor desconocido) S. XX Archivo HUM © Eduardo Valero García |
La pareja de chinos automatizados tiraban alternativamente de gruesos cordones de seda para dar las campanadas de las horas, las medias y los cuartos, marcadas con precisión por el reloj de la esquina.
Eran aquellos instantes del tiempo regocijo para niños y adultos. En la esquina de la calle de San Sebastián se formaba un interesante tapón de multitudes para ver el "Cortylandia" decimonónico.
"Pues bien, en ese sitio elegido por Canseco para mostrar sus relojes, fórmase una muralla tal de admiradores, que á ciertas horas—al oscurecer sobre todo—se hace preciso abandonar la acera y describir un gran arco de círculo para tomar la calle de San Sebastián.
Pero, señor, decía yo para mi coleto, ¿por qué los agentes del municipio no impiden esta aglomeración en la acera, previniendo al público que contemple fuera de ella ese aparato?
Y la contestación la encontré, viendo en primera línea á dos de esos agentes que me dijeron, en respuesta á mi indicación:
—De lejus no se ve bien, señoritu.Declaro—y lo declaro con vanidad—que he sido periodista muchos años, y así como las burbujas de agua forman el vapor, presumo que algo que ha salido de mi pluma ha podido condensarse con fuerzas más poderosas para conseguir una explosión. Lo que no he conseguido jamás, intentándolo, es que el Ayuntamiento hubiera desplegado un átomo más de policía en sus servicios."
[Evaristo Escalera. "Palo de ciego". La Risa, Periódico Ilustrado Cómico y Humorístico. Junio de 1888]
Grandes y pequeños miraban con atención el momento en que la pesada aguja del minutero lanzase el sonido hueco, mecánico y lastimero, al colocarse en el punto exacto en que los autómatas comenzaban los movimientos.
La china vestía de verde azulado y preciosos dorados; el chino iba de amarillos y luciendo un gracioso sombrero. En el momento justo -el que marcaba la precisa maquinaria-, muelles y engranajes comenzaban trepidantes movimientos; entonces, ambas figuras tiraban de los gruesos cordones de seda poniendo en marcha la actividad mecánica que se desarrollaba más arriba, en el carillón ubicado en el exterior del escaparate, en la parte más alta, haciendo vibrar todas las campanas, campanitas y campanillas que conformaban aquel ingenio.
"Volvió á la acera donde nosotros estábamos, y á los cuatro pasos nos hallamos frente á la relojería de San Sebastián, en la que, como es sabido, hay un reloj pintoresco y monumental.
Calamocha quedóse mirando el reloj, y soltó una estrepitosa carcajada, ó mejor dicho, una serie de carcajadas interrumpidas por palabras sueltas y exclamaciones.
Yo las hilvanaré un poco para que las comprenda el lector.
—¡Ayl Mira, chiquio,—decía indicando á su primo una de las figuras que golpean la campana del reloj cuando da la hora,—doña Petrona, la mismica doña Petra. ¿No la ves? ¿No ta acuerdas?
El primo miró, se fijó un instante, y como obedeciendo al mismo impulso que su pariente, prorrumpió también á reir á gorge deployé, como dicen los franceses, exclamando:
—Pues es verdad.
—¡No ha de serlo! Ella misma, pintipará, con la frente que paece una tajá de melón, y los ojos ribeteaos, y la nariz de zanahoria, y la barba encarná y puntiaguda como una guindilla, y los brazos de rodillos, y los pies como pisones... Pus ella.
¿No ves el sayo azul y la cincha dora que se pone pa ir á paseo los domingos?
—Sí, hombre, sí. Y el corpachón que paece un costal de trigo,
—¡Ay, primo!—añadía Calamocha entre risotadas que no podía contener.—¿Te figurabas tú esto? ¡Si se me aprensiona que huele aquí á botica!
Yo supuse, como era verdad, que los dos alegres aragoneses, aludían á una boticaria de Belchite.
Ellos seguían riendo, con esa risa nerviosa imposible de reprimir. Enmudecían un momento, y prorrumpían de nuevo en su hilaridad en cuanto miraban la figura mecánica. Calamocha se apretaba las caderas con las manos, el primo tenía lo que vulgarmente se llama arcadas. Y no fué esto solo, sino que había tres mujeres y un hombre parados delante del reloj, que se contagiaron hasta cierto punto de aquella risa, y soltaron cuchuñetas y dicharachos á cuenta de la inocente figurilla, sobre todo, cuando ésta, alzando el martillo que tiene en la mano, hizo sonar en la campana la hora de las once."
[F. Moreno Godino. "Calamocha en Madrid". La Risa, Periódico Ilustrado Cómico y Humorístico. Septiembre de 1888]
Con el humor ocurrente del siglo XIX, los relatos de Evaristo Escalera y F. Moreno Godino, nos han mostrado el ambiente que se vivía en rededor de la plaza y frente a la relojería.
Del siglo XX, exactamente de 1919, la descripción del reloj y su mecanismo viene de la mano del eterno "Ramón". En plena actividad de las tertulias del Pombo y en su etapa de madrileñista, don Ramón Gómez de la Serna escribe en el semanario España:
"El reloj de Canseco o de la relojería de San Sebastián en una de las esquinas de la plaza del Ángel, es el más magnífico reloj de Madrid. El reloj de Canseco es el reloj de la tradición llena de independencia, la tradición de la calle. Es el reloj pintoresco de la vida pública. Es como el «papa-moscas» de Burgos, como el reloj de Lucerna con su rey que dirige la hora con el cetro, su gayo, su procesión y su galeote martillero y como tantos y tantos otros.
¿De dónde sacó Canseco esos grandes chinos en madera—parientes de los que había en una tienda de telas de la Plaza Mayor?
Hay que ver dar la hora. Los grandes chinos que parecen inflexibles mueven sus brazos y tiran de unos gruesos cordones con una gruesa bola que más que despertar a la hora despiertan a unos angelitos o monaguillos que tocan las campanas en el piso de arriba, en el campanil que está independiente del verdadero escaparate, al aire libre. Ese compartimento de arriba tiene todo el aspecto de un tabernáculo con sus cortinas imitadas en madera tallada y sus estrellas más la sombra de una especie de custodia al fondo. Siempre al aire —¡qué frío en invierno para los pobres niños!— hasta cuando cierran las puertas en la noche porque el montante de cada compuerta imita una esfera de reloj silueteada en el hierro como en una verja pintoresca que también le debió costar sus duros al gran relojero de vocación Sr. Canseco. Sí. De vocación, porque como en muchos casos, o se nace relojero o no se nace.
El único defecto de ese reloj es que hay un día en que Canseco no tiene ganas de que suenen sus campanas, le duele la cabeza a él o a su señora, o se dedica a la compostura dificilísima de un reloj —algo así como dar dos puntos de sutura en el corazón— y entonces sucede que los que estamos parados frente al escaparate: una señora de sombrero de cucurucho, un señor con un paraguas aunque hace muy buen día, una mujer que llevaba una niña al brazo y otra a la mano y que para que vea mejor el «instante», se la ha subido también en brazos, un cura de pueblo y yo, nos quedamos defraudados porque pasa el minutero por el punto de la voz y no suena... Esperamos cinco minutos, esperamos diez y tampoco —la mujer está rendida de tener a los dos hijos en brazos tanto rato—, miramos al chino con rabia —porque después de haber explicado a una chica lo que hacía me ha dejado mal— y nos vamos murmurando porque no esperábamos esto de un reloj tradicional. (Los domingos hay para ese reloj descanso dominical.)"
Estos fueron los famosos "chinos de Canseco" y el "ambientazo" que se formaba para verlos. Entretenimiento que, junto a la bola del reloj de la Gobernación, en la Puerta del Sol, hacía pasar el rato, o el tiempo, a los madrileños de antaño.
Después llegó el "imán de la fama" de la relojería de la calle Mayor, y más tarde el olvido.
Dicen que los chinos campaneros acabaron en Japón o México, al parecer mediante las artes de algún profanador sin escrúpulos. Hoy los hemos rescatado del olvido de los tiempos para que al pasar por la plaza y su esquina imaginemos su campaneo.
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© 2015 Eduardo Valero García - HUM 015-007 ESTAMPAS MAD
ISSN 2444-1325
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