lunes, 17 de febrero de 2020

Galdós, el joven periodista desde la veleta de Santa Cruz. Madrid, 1865

El 3 de febrero de 1865 Benito Pérez Galdós publicará su primer artículo en el diario progresista La Nación. Ya conocía Madrid al detalle; mentidero seccionado en barrios, fuente inagotable de información y de recursos literarios que, para el gran observador y ahora periodista, habían representado su mayor aprendizaje.

Meses más tarde, el domingo 29 de octubre, en el habitual espacio que ocupaba su Revista de la Semana, Galdós recomendará a los novelistas modernos elevarse a las torres más altas. Él lo hará, con el sugerente título de «Desde la veleta» como introducción a los temas de la semana. Tan conocedor del paisaje madrileño, se le antojará imaginarse veleta en el campanario de la iglesia de Santa Cruz.


La Plaza Mayor desde la Torre de Santa Cruz.
Parcerisa Boada, Francisco Javier.
Biblioteca digital memoriademadrid. Núm Inventario: Inv. 2491.
Descripción: "CASTILLA LA NUEVA. / Dibº. del nat. y litª por F. J. Parcerisa -- Lit. de J. Donon.
MADRID: PLAZA MAYOR. / desde la torre de Sta. Cruz". Litografía. 21 x 29,2 cm


La iglesia de Santa Cruz
Don Ramón de Mesonero Romanos, aquel curioso parlante que fue su amigo, contará en 1861 la historia de la iglesia parroquial que daba nombre al arrabal de Santa Cruz. La primitiva ya no existía. Su torre, aunque muy antigua, tampoco era la original. Había sido derribada en 1632 por su estado ruinoso y reconstruida a costa del Ayuntamiento y los vecinos de la parroquia. De planta cuadrada y sin ornato, por sus 144 pies de altura (43,89 metros) predominaba en una de las zonas más elevadas del antiguo Madrid, lo que la hacía digna de ser llamada «la atalaya de la corte».

Se dice que la veleta de Santa Cruz estaba en línea recta con el cerrojo de la puerta de Santa Bárbara.

La iglesia, después de varios incendios tuvo que ser reedificada en 1767 y en ocasiones restaurada durante el siglo XIX hasta su completa desaparición.

La Correspondencia de España del día 11 de junio de 1860 publicaba un premonitorio artículo en la columna Diario de las familias. Emulando el diálogo con un parroquiano, decía que se había cerrado la iglesia «para derribar su media naranja porque está desplomada. Esto quiere decir que se van a gastar 25,000 duros en renovarla para que dentro de dos o tres años la piqueta deshaga esta obra como todo el templo». Además, se insinuaba que Santa Cruz debía ubicarse en el templo de Santo Tomás, que estaba en frente, sobre la calle de Atocha…, y así ocurriría años más tarde.

El 22 de marzo de 1861 el mismo periódico anunciaba que ya había finalizado la construcción de la cúpula y que probablemente en unos meses terminarían «las obras de reparación, ornato y restauración de este templo».

Tal como había anunciado La Correspondencia de España en 1860, la iglesia será trasladada a Santo Tomás y derribada en 1869. Sólo se conserva el muro lateral, sobre la calle de la Bolsa (antigua plazuela de la Leña), donde estuvo la capilla de los Ajusticiados.

El joven Benito conocerá este templo y verá el trasiego de gente que acudía a sus oficios; oirá sus campanas, y quizá presencie la salida de los cortejos fúnebres, especialmente los más suntuosos, como el de Antonio María del Valle, exministro de Hacienda y primer subgobernador del Banco de España.


La Correspondencia de España. 16 de mayo de 1863

A la plaza homónima, vecina de la de Provincia, concurría la sociedad madrileña en Navidad por su mercado y el Domingo de Ramos por la presencia de la comitiva del Ayuntamiento. Lejos había quedado la costumbre de poner en la esquina de la plaza un altar con el crucifijo que acompañaría al suplicio a los reos sentenciados.

Y en aquel escenario de arrabal medieval y de los Austrias, el joven Galdós trazará años más tarde un mapa detallado del Madrid que identificamos como galdosiano.


Parroquia de Santa Cruz
Carlos MÚGICA y PÉREZ
Biblioteca digital memoriademadrid. Núm Inventario: Inv. 1965.
Descripcion: "MADRID ARTISTICO. / Mujica litº. PARROQUIA DE STA. CRUZ Litogª de Perez Bº "
Litografía. 17,2 X 22,6 cm


Pero hasta aquí llegamos con esta historia, porque nos ocuparemos ahora de la de dos casadas, con nuestro interés puesto en la iglesia que hasta el año 1869 estuvo en la plaza homónima.

Muchos años pasarán, además de unas cuantas exitosas novelas y dos series de los Episodios Nacionales, hasta que Galdós vuelva a ser veleta sobre la torre de la iglesia para introducirnos en Fortunata y Jacinta.

Barbarita y Baldomero
Barbarita Arnaiz había nacido en la calle de Postas, esquina con el callejón de San Cristóbal. Por su parte, Baldomero I Santa Cruz tenía una tienda de paños del Reino en la calle de la sal.

Fue en tiempos de la regencia de María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, el 3 de mayo de 1835, cuando Barbarita Arnaiz y Baldomero II Santa Cruz contrajeron matrimonio en la iglesia de Santa Cruz. Vivirán primero en la casa de Baldomero, que estaba en la plazuela de la Leña y más tarde en la plaza de Pontejos. De la unión nacerá diez años más tarde su único hijo, Juanito, el Delfín. Será en septiembre de 1845, reinando Isabel II.

Plácido Estupiñá
Citado Mesonero Romanos, es propio mencionar, porque así lo refiere Galdós, que Plácido Estupiñá había nacido en 1803 y «se llamaba hermano de fecha de Mesonero Romanos, por haber nacido como éste, el 19 de julio del citado año».

Personaje peculiar, Estupiñá era fiel servidor de los Arnaiz desde su juventud, y más tarde de Barbarita. No era hombre de misa diaria, sino de varias misas al día; además de hermano de la Paz y la Caridad, cofradías que junto con la de las Ánimas y la de Confiteros, formaban las de la parroquia de Santa Cruz. Vivía, como todos sabemos, en los altos de la Plaza Mayor, a tiro de piedra de varios templos.

Era gran madrugador, y por la mañanita con la fresca se iba a Santa Cruz, luego a Santo Tomás y por fin a San Ginés. Después de oír varias misas en cada una de estas iglesias, calado el gorro hasta las orejas, y de echar un parrafito con beatos o sacristanes, iba de capilla en capilla rezando diferentes oraciones. Al despedirse, saludaba con la mano a las imágenes, como se saluda a un amigo que está en el balcón, y luego tomaba su agua bendita, fuera gorro, y a la calle.

Cuando Santa Cruz y su torre desaparecieron bajo los escombros, Plácido y Barbarita lo pasaron muy mal. Y no mejor cuando se levantó una casa sobre el santo solar.

Por aquello de ser hombre no lloraba. Barbarita, que se había criado a la sombra de la venerable torre, si no lloraba al ver tan sacrílego espectáculo era porque estaba volada, y la ira no le permitía derramar lágrimas (…) Cuando el templo desapareció; cuando fue arrasado el suelo, y andando los años se edificó una casa en el sagrado solar, Estupiñá no se dio a partido. No era de estos caracteres acomodaticios que reconocen los hechos consumados. Para él la iglesia estaba siempre allí, y toda vez que mi hombre pasaba por el punto exacto que correspondía al lugar de la puerta, se persignaba y se quitaba el sombrero.

PLANO DE SITUACIÓN
Historia urbana de Madrid - ISSN 2444-1325



Galdós, desde la veleta
Transcribimos a continuación parte del texto publicado en el faldón de La Nación aquel día de octubre de 1865. Omitimos el contenido de los títulos Carta a la Academia de la Lengua - Teatros - Il Saltimbanco - La señora States y el tenor Fancelli - El barítono señor Merly; muy interesantes todos ellos.



Veintidós años tenía Benito Pérez Galdós cuando su mente creadora le llevó a encaramarse en lo más alto de la villa y corte, desde atalaya donde poder contemplar vidas anónimas, las mismas que más tarde plagarían de realidad sus novelas, sus cuentos y la historia de una España empequeñecida desde la veleta.




En tanto que las miradas no se apartan de las veletas que giran en los campanarios, las interrupciones que había sufrido la vida orgánica y política de la corte de España van desapareciendo, y pronto las funciones que caracterizan su existencia volverán a aparecer con los mismos determinados síntomas. Si las veletas, que son ahora el objeto que más atraen nuestra vista pudieran contemplar desde su altura el aspecto de la población y medir en su imperturbable círculo el movimiento de la multitud, ¡con cuánto placer olvidarían su tarea de señalar el caprichoso correteo de Eolo para fijar en la tierra su aguja inflexible como un dedo acusador; para escudriñar con veleidosa atención las posiciones que el viento de tierra hace tomar a los individuos que andan por esas calles sometidos a su versátil influencia!

Es preciso confesar que el nido de la cigüeña es una magnífica tribuna donde más de un orador pudiera anatematizar la corrupción de la villa, y sería el más feliz de los mortales aquel que pudiera asirse a la campana como el buen Quasimodo, y contemplar dando volteletas en el aire el inmenso panorama que se extiende bajo el horizonte que describe la veleta en su incesante movimiento. Imaginemos una escursion a vista de pájaro; y ya que no podemos como el diablo Cojuelo levantar los tejados para registrar con nuestra mirada las interioridades de las habitaciones, ya encontraríamos asunto para divertirnos en la simple contemplación de las calles y de los dramas, sainetes y comedias que desenvuelven su complicada acción en más de una esquina.

Qué magnífico sería abarcar en un solo momento toda la perspectiva de las calles de Madrid; ver el que entra, en que sale, el que ronda, el que aguarda, el que acecha; ver el camino de este, el encuentro, la sorpresa del otro; seguir al simón que es bruscamente alquilado para dar cabida a una amable pareja; verle divagar como quien no va a ninguna parte; verle parar depositando sus tórtolos allí donde un ojo celoso no se oculte entre el gentío; ver el carruaje del ministro, pedestal ambulante de dos escarapelas rojas, dirigirse a la oficina o a Palacio, procurando llegar antes que el coche del nuncio; mirar hacía la Castellana y ver la vanidad arrastrada por elegantes cuadrúpedos, midiendo el reducido paseo, como si el premio de una regata se prometiera al que da más vueltas; sorprender las maquinaciones amorosas que en aquel laberinto de ruedas se fraguan durante el momentáneo encuentro de dos vehículos; ver al marido y a la mujer arrastrados en dirección contraria, rodando el uno hacia el naciente y la otra hacia el poniente, permitiéndose, si se encuentran, el cambio de un frío saludo; ver la gente pedestre en el paseo de la izquierda contemplando con envidia la suntuosidad del centro; seguir el paso incierto del tahur que encamina al garito; ver descender la noche sobre la villa y proteger en su casta oscuridad la pesca nocturna que hacen en las calles más céntricas las estucadas ninfas de la Calle de Gitanos; oír la serenata que suena junto al balcón y contemplar la rendija de luz que indica la afición musical de la beldad que vela en aquella alcoba; esperar el día y ver la escuálida figura del jugador que tiritando y soñoliento entra en el café a confortarse con un trasnochado chocolate; ver los mercados abriendo al público sus pestíferos armarios; ver al sacristán moviendo el pesado cerrojo de la puerta santa y contar las primeras mogigatas que suben las sucias escaleras del templo; ver de quién es el primer cuarto que recoge el ciego en su mano petrificada; ver salir de una puerta un ataúd gallegamente conducido, y saber dónde ha muerto un hombre; ver salir al comadrón y saber dónde ha nacido un hombre; ver… pero a dónde vamos a parar.

¡Cuántas cosas veríamos de una vez si el natural aplomo y la gravedad de nuestra humanidad nos permitieran ensartarnos a manera de veleta en el campanario de Santa Cruz que tiene fama de ser el más elevado de esta campanuda villa del oso! ¡Cuántas cómicas o lamentables escenas se desarrollarían bajo nosotros! ¡Qué magnífico punto de vista es una veleta para el que tome la perspectiva de la capital de España!

Recomendamos a los novelistas que tan a saber explotan la literatura moderna el uso de este elevadísimo asiento, donde sus ojos podían ver de un sólo golpe lo que jamás pudieron ver ojos madrileños; donde sus plumas podrán tomar, oportunamente remojadas, toda la hiel que parece necesaria a sazonar el amargo condimento de la novela moderna. Suban a las torres, y allí colocados a horcajadas en el cuadrante, con un pie en el Ocaso y otro en el Oriente, podrán crear un género literario remontadísimo, que desde hoy nos atrevemos a bautizar con el nombre de literatura de veleta.
B. PÉREZ GALDÓS


Así describió Galdós la vida madrileña desde una supuesta altura. Suave crítica, delicado humor e ironía en este texto más semejante a una obrita o cuento que a un artículo de prensa.

Aquella «literatura de veleta» será para el escritor y dramaturgo la auténtica renovación de la novela española; la fotografía de una sociedad; el mapa exacto del Madrid decimonónico; la crónica e historias de la urbe y sus gentes; la historia de una España no tan diferente, de la que todo cuanto Galdós dijo continúa vigente.


El presente artículo, donde se muestra a Galdós como un joven periodista, es el fruto de la conversación mantenida con D. Germán Gullón hace unos días. A él se lo dedico.

Eduardo Valero García

 

Bibliografía y Cibergrafía

MESONERO ROMANOS, Ramón de, El Antiguo Madrid (1861). Madrid, Asociación de libreros de lance, 1990.

PÉREZ GALDÓS, Benito, Fortunata y Jacinta. Madrid. Madrid, Aguilar S. A. de Ediciones, 1971.

Biblioteca Nacional de España (Hemeroteca y Biblioteca digital hispánica)
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