lunes, 30 de marzo de 2020

Corona y Virus (Parte II): Las siete plagas del año 65 contadas por Benito Pérez Galdós

Finalizada la lectura de la primera parte de Corona y Virus, continuamos con un interesante resumen de lo que fue el año 1865 contado por Benito Pérez Galdós. Bajo el título de Las siete plagas del año 65, el joven periodista nos ofrece un detallado retrato de la sociedad madrileña y los pormenores de la política española.
Este es un artículo aun más extenso que el anterior, porque el escritor nos ofrece tanta información sobre Madrid, sus lugares, teatros, espectáculos y sus protagonistas, que es imprescindible conocerlos.
Querido lector paciente, voluntarioso, agradecido y también esperanzado; confinado por más tiempo que el deseado, hoy saldrás de tu casa sin desacatar ninguna orden y viajarás a un tiempo que no te resultará tan distinto.




En su columna Revista del Año de La Nación, del domingo 31 de diciembre, mostrará ese gran circo del melodrama que puso patas arriba a la Corona, al gobierno de sus espadones y a la propia Hacienda, en un ambiente cargado de despropósitos, mala literatura, peor teatro, y todo lo que uno pueda imaginar. Así será como Galdós despida el año, con la ironía que se lee entre líneas y una realidad que continúa vigente.

Más bucólico, pero igual de cierto, resultó su artículo del 24 de diciembre: crónica magnífica y detallada de las costumbres navideñas. De la Plaza Mayor, centro neurálgico junto con la de Santa Cruz de todo lo consumible y necesario en Navidad, nos cuenta:
La Plaza Mayor, que hoy se encuentra adornada por bellísimos jardines, y tendrá bien pronto a sus costados dos elegantes fuentes, ha sido el sitio más pavoroso de la heroica villa.
El 3 de marzo se conocía la noticia sobre el replanteo de la plaza para dotarla de «elegantes jardines» en el centro y el 31 del mismo mes continuaban los trabajos. Ya se habían colocado en el círculo central una hilera de árboles y en el terreno interior quedaban demarcadas las calles para el tránsito y los espacios florales. El día anterior, en sesión del Ayuntamiento pasaba a estudio y aprobación el proyecto de construcción de las dos fuentes.
Rosas y violetas tenemos en la plaza del Progreso; rosas y violetas vamos a tener en el jardín que se hará en la plaza Mayor; violetas y rosas quieren plantar también en la plaza de Santa Ana; no van a quedar en la heroica villa tres metros cuadrados libres de flores donde puedan soldados y niñeras, darse las buenas tardes y las malas noches.[1]
A las cuatro grandes farolas que existían, se sumaron otras seis en el interior y en mayo se daban por finalizadas las obras del jardín circular, a falta de colocar unos bancos de madera. Los cimientos de las fuentes ya estaban hechos en noviembre y las fuentes instaladas a finales de año. Los surtidores, con bonitos saltos de agua, fueron instalados comenzado el año de 1866.


© mcu-IPCE-FPH
Archivo RUIZ VERNACCI
Nº de inventario:VN-02852
© 2020 Eduardo Valero García-HUM 020-005 MADGALDÓS
© 2020 Historia Urbana de Madrid ISSN 2444-1325

Plaza Mayor, tan transitado por Galdós y sus personajes; por la sociedad madrileña de todas las categorías, representada en los trampantojos pintados por Antonio Mingote que desde 2001 son antesala del Madrid galdosiano. [Ver información sobre los trampantojos]




Mucho calor hizo aquel verano y se prolongó hasta los inicios del otoño, propiciando el caldo de cultivo de la epidemia que estaba a punto de causar sus mayores estragos. Cuánto calor haría que Galdós, siendo de por sí friolero, deseaba la llegada del frío madrileño.
¡Invierno! ¡única palabra que se pronuncia con verdadera fruición en estos combustibles tiempos! La idea de frío es la única que consuela a quien tiene que vencer la languidez soporífera que se apodera del cuerpo en estos días, padeciendo tormentos horribles para escribir, mejor dicho, para sudar esta revista. [La Nación, 16 de julio de 1865]


Corona y Virus
SEGUNDA PARTE
Las siete plagas del año 65

Con estas palabras hacía Galdós la introducción al brillante artículo:
Prometimos escribir una Revista del año, sin considerar la dificultad de la tarea que echábamos sobre nuestros hombros: en el momento de emprenderla, vienen a nuestra imaginación los doce fecundos meses del año de gracia de 1865, y retrocedemos espantados ante la pasmosa abundancia de acontecimientos de todas clases, que han tenido lugar en nuestra patria; nos entra una cobardía grande al querer generalizar, dando a nuestros lectores una síntesis de cuanto aquí ha ocurrido, y vacilamos ante lo formidable de una empresa digna de mejores plumas.

I
La política
Nuestra memoria es flaca; pero después de hacer esfuerzos de recordación, se nos presentan con bastante claridad algunos días notables, que allá por los primeros meses de este año dieron mucho que hablar a todos los ocupados y los desocupados de la corte: recordamos el efecto terrorífico que produjo en los ánimos una cifra pavorosa, 600 millones; y estos maravedises eran sin duda de condición siniestra y tenían algún objeto depravado, porque los madrileños los miraban del peor modo posible, fruncían el ceño, apretaban el puño y daban muestras y señales de descontento, hasta el punto de proferir duras amenazas y anatemas furibundos. También recordamos que un ministro de Hacienda fue sacrificado por estos millones, y su sacrificio fue tan doloroso y tierno como el de Ifigenia o el de la hija de Jeplité; pero la víctima se perdió en la oscuridad de las cesantías, y un hombre nuevo ocupó su plaza. Recordamos confusamente que este nuevo hombre conocía regularmente la lengua del Dante, era bastante aficionado a los tercetos del Infierno parlamentario. Alguna reminiscencia de los condenados del gran poeta debió iluminar la mente del Excelentísimo, porque en un rasgo de lirismo exclamó en toscano castizo: Non raggionam di lor, ma guarda e pasa [No razones con ellos, sino mira y pasa]: También recordamos que este endecasílabo tuvo tan buena fortuna que fue repelido por la prensa y corrió de boca en boca, hasta que ya gastado y tomado de orín por el uso excesivo, volvió al canto tercero de la Divina Comedia donde reposa en santa paz, inmutable y eterno, esperando a que otro orador, mejor o peor que el tal, le vuelva a sacar a la vergüenza, pública para ser comento de diputados y comidilla de gacetilleros.
Recordamos también, no sin esfuerzo, que en la misma época del non raggionam, reinaba en Madrid una alarma espantosa. Formábanse corrillos de maledicientes, hablábase en todos los tonos imaginables del ministerio, que entonces se entronizaban en el poder, y se temía entre todas cosas la presencia de un culto y bien educado individuo de la policía secreta, que a lo mejor de la discusión enseñara no sabemos qué bastón mágico y condujera bonitamente a los interlocutores a la prevención. Los cafés estaban plagados de esos individuos. Se recelaba de todo: más de una vez se sospechó que pertenecieran a esa ilustre congregación secreta muchos inocentes ciudadanos, que jamás habían cobrado un ochavo del gobierno por servicios públicos ni clandestinos; bastaba que uno se presentara delante de personas que jamás le habían visto para ser mirado de reojo; todos callaban, y señalaban con el dedo al supuesto espía. Esta fue la primera plaga del año.

Galdós se refiere al famoso anticipo propuesto por el entonces ministro de Hacienda, Manuel García Barzanallana, «ministro sacrificado» el 20 de febrero, y menciona al «hombre nuevo» que ocupó su plaza: Alejandro de Castro, bien conocedor de la Divina Comedia, pues venía a ocupar su puesto después de dejar el de presidente del Congreso. Poco tiempo dirigirá la Hacienda, el cambio de gobierno de junio le dejará cesante.

A todo se le buscaba la parte humorística, y si en la actualidad es el ingenio de los vídeos y "memes", en aquellos años las viñetas cómicas, coplas, versos y los jeroglíficos intentaban provocar la risa.




Como vemos en el jeroglífico, se anuncia la solución para el próximo número de la publicación. No les haremos esperar a una próxima entrega y ofrecemos la solución:

Seiscientos millones pide
el señor Barzanallana;
por pedir nada se pierde,
pero tampoco se gana.




II
La economía
También nos acordamos de que a cierta antigua e ilustre casa se le acusaba de que se le había desarrollado la extremidad de la espina dorsal, apareciendo con una al parecer cola que la rodeaba, y que se movía oscilando como la de animal que pide de comer o amenaza atacarnos. El Banco era insultado, escarnecido en su protuberancia caudal: se le trataba como a un judío: se la hacía saltar de rabia, tirándole cruelmente de esa misma vergonzosa prolongación, y en todas parles no se hacía más que maldecir la cola, anatematizar la cola, condenar la cola. Era cosa de ver al pobre animal enredado en ella, embozado en su rabo como cierto bicho de América: el desprecio general le importaba poco: llovían los improperios y él tan tranquilo, impávido como una esfinge del Nilo, inmóvil, sereno, olímpico.
Con esta deformidad del Banco de Madrid coincidió el descalabro del de Valladolid, y la conducta de este fue imitada por otros particulares, tan cojos y perniquebrados que daba compasión. El papel-moneda andaba avergonzado y corrido: un billete de Banco era un libelo infamatorio; sacar un billete para pagar en un café o en una tienda era insultar al camarero o al vendedor. El hombre que aspiraba a cambiar un billete era un troglodita, un ser abominable, que en pago a su descaro se exponía a ser saludado con un pescozón o un puntapié. El oro y la plata andaban fugitivos y errantes: huían del bolsillo con la misma tenacidad que el papel se afianzaba en ellos. Se llamaba a los billetes papeles mojados, con gran detrimento de las nobles firmas que los adornan; se les tomaba con desconfianza, o se les rechazaba como si fueran áspides mordedores, o aceros envenenados.
Todas estas felicidades se aumentaban con la emisión ingeniosa de billetes falsos, que llevaron al Saladero a ciertos hábiles artífices de la calle de Atocha y produjeron gran consternación en la plaza. Colas, billetes imposibles de cambiar, billetes falsos, carestías, descuentos onerosos, casas en quiebra, pobreza. Esta ha sido la segunda plaga del año de gracia de 1865.

Hablar de la economía española de aquellos tiempos es tan complicado como ponernos a cavilar sobre la actual. Lo cierto es que después de una época de euforia económica internacional y la creación de nuevos Bancos, entre ellos el Banco de Isabel II; la Caja del Tesoro para la financiación de la Deuda Pública; Compañías de Seguros, etc., etc.; además de la llegada de capital extranjero para la implantación de la red ferroviaria y la explotación minera, la situación financiera del Reino comenzó a caer abruptamente, llevándose por delante a la banca, muchos industriales, ahorradores y al pueblo entero. Los bandazos dados por la Hacienda española y el descalabro de la Bolsa, sumados al crack internacional del 64 y la Guerra Civil norteamericana, propiciaron el derrumbe.

La fabricación de billetes falsos es casi una nimiedad, pero nos resulta más entretenido que ponernos a hablar de finanzas.
Interviene en esta historia el cambista y platero Felipe López Espejo, de la platería Las Columnas, ubicada en la calle de Atocha, 33.




Todo comenzó el 22 de julio, cuando varias personas se presentaron en el Banco de España con billetes de 1000 reales falsos y, según informaron al ser interrogados, provenientes de la platería Las Columnas. Los billetes fueron puestos en depósito en la Caja del Tesoro y el juez de primera instancia de guardia se personó en la platería, donde encontró dinero falso que fue requisado y encarcelado el cambista. Llevaban en circulación un día o dos y otro cambista de la calle Carretas indicó que un individuo había pasado por su negocio con 7000 duros y que no se los cambió «por no parecerle buenos».






No sabemos si el falsificador era el tal señor López Espejo, aunque fue el que pagó el pato. Su desconsolada esposa escribía una carta dirigida al director de La Correspondencia de España en la que decía:



En agosto continuaba la instrucción en el juzgado de la Audiencia. El juez del distrito, Sr. Gregorio Rozalem, y el escribano de la causa, Sr. Pozo, habían hecho cuantas averiguaciones estaban a su alcance para descubrir a los verdaderos autores y encubridores de la estafa. Mientras tanto, el cambista López Espejo permanecía en la cárcel de la Villa y en el juzgado ya habían una ingente cantidad de billetes que sumaban un capital de 16000 duros.

Por fin, el 25 de agosto, el cambista fue puesto en libertad bajo fianza y un estado de salud deplorable, porque pasar un tiempo en el Saladero era cosa peligrosa.

Podemos suponer que al señor López Espejo le ocurrió lo mismo que a un tal Artero Pérez:

En la cárcel de la Villa
está Antero Pérez, preso
por haber robado un queso
y un frasco de manzanilla.
Lo que desespera a Antero,
es que, aunque está prohibido
vender el queso podrido,
aun queda libre el tendero.



III
La noche de San Daniel
Pasaron meses: pasó Enero con sus gatos. Febrero con sus máscaras, Marzo con su abstinencia de carne, y llegó, por fin Abril con sus flores. Los árboles del Prado reverdecían: los jardincillos de la plazuela de Oriente se cubrían de flores para solaz de los enamorados nocturnos: cesaron las lluvias pertinaces: cesó el frío: cesaron todas las inclemencias que de la naturaleza dependían, y Madrid era un paraíso sin culebra: el paseo de la Castellana so llenaba de gente: la Patti cantaba en el Teatro Real: los músicos se volvían locos: los devotos asistían a los espectáculos de Semana Santa. Todo era felicidad y bienaventuranza: hasta que llegó el caso de no cuidarse nadie de los polizontes secretos, ni de los billetes de Banco. En Madrid se paseaba alegremente, se amaba a la intemperie: abríanse las flores: vestíanse de gala los Santos: organizábanse las cofradías: divertíase cada cual según sus gustos, disfrutando todos del buen tiempo, de la estación florida; en una palabra, éramos felices, o creíamos serlo, que viene a ser lo mismo.
Mas de pronto una noche aciaga turbóse la tranquilidad pública de un modo lamentable. Les estudiantes, esos picaros estudiantes, aficionados a dar serenatas a los maestros que les han enseñado, tuvieron la culpa de todo. No sabemos qué delito cometieron el rector y un catedrático de la Universidad para atraerse las iras del Gobierno. Es lo cierto que la calle de Santa Clara estaba atestada de gente, ansiosa de oír la serenata, cuando la multitud se dispersó por la calle del Arenal e invadió la Puerta del Sol. Dos noches después se tocó la verdadera serenata, consistente en pitos y otros instrumentos discordantes; diseminóse la tropa por la población; la caballería salió de sus cuarteles; sonaron tiros; corrió todo el que pudo; abriéronse paso los de a caballo repartiendo cintarazos a diestra y siniestra; aquí caía un ciudadano; perniquebrábase aquí una vieja; más allá era atropellado un académico; gruñía el ciego en su rincón y juraba el tendero, cerrando las puertas de su edificio; caían a pedazos los cristales de una botica, y a otro lado caía de un balazo un muestrario de fotografías; desocupábanse los cafés y llenábase el Saladero; las mujeres buscaban a sus maridos, y los maridos corrían al través de mil peligros hacia sus hogares; disparaban piedras los chicos y balas los veteranos; caían algunos inocentes heridos y otros morían atravesados por una bala; fue una pequeña San Barthelemy; y una función de desagravios en honor de alguna cartera susceptible. Hubo asedios heroicos como el de la calle de los Negros, y víctimas cruelmente inmoladas como el joven Nava. Esta noche tuvo su santo como la de San Barthelemy; se llamó, usque in eternum, Noche de San Daniel.
La Universidad fue teatro de escenas tumultuosas, aunque no sangrientas, porque los estudiantes (siempre esos niños mal educados) dieron en obsequiar a su nuevo rector con otra serenata discordante; pero afortunadamente la bayoneta veterana no penetró allí.
Guardia, cargas de caballería, balas perdidas, bayonetazos. ¡Qué horrorosa plaga! Madrid no la olvidará mientras exista.

En la primera parte de Corona y Virus ya hemos hablado de la Noche de San Daniel; recomendamos, entonces, la lectura de los capítulos XII y XIII del episodio Prim (Episodios Nacionales. Cuarta serie, 1906).

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Dice Galdós que «se llenaba el Saladero», lugar donde fue encarcelado el cambista y joyero, porque aquel sitio era la cárcel de la Villa desde 1831. Se trataba de un edificio industrial construido en el siglo XVIII en las cercanías de la Puerta de Santa Bárbara y cuya finalidad era la de saladero de tocino. De ahí el nombre dado a esta cárcel y que así se la cite en la prensa y en varias obras del escritor.

La fachada del caserón convertido en cárcel era vulgar, con fuertes rejas en las ventanas de los sótanos y de la segunda planta. Dos garitas para los centinelas flanqueaban la puerta, por la que entraba y salía gente de baja estofa.




El interior era aun peor porque producía cierto horror y vergüenza. Los calabozos de los sótanos disponían de tarimas corridas a lo largo de las paredes y en lo alto las lúgubres ventanas que daban al exterior. Allí los presos comían, dormían y pasaban el día; salvo en los ratos de esparcimiento, que era cuando los sacaban a un patio de alto muro y paredes lisas, con una fuente central para asearse y lavar la ropa. En ese espacio, sucio y poco iluminado, jugaban a las cartas, a la pelota y a las tabas; además de hacer sus negocios, trapicheos y conspiraciones.

Los presos distinguidos cumplían condena en los departamentos de pago y en el destinado a los políticos, donde los domingos se formaban importantes francachelas.







También estaban los departamentos de jóvenes y el de los «micos», que eran los niños presos. Antes de la creación de este departamento, los niños convivían con los presos adultos en un ambiente insalubre y peligroso.






IV
Diversión y drama
Entró el verano con sus perros rabiosos. La hidrofobia se apoderó de la raza burocrática y de la raza canina. Vínose abajo con gran estrépito el castillo de naipes edificado por Narváez.
González Brabo fue silbado en la Plaza de Toros.
Lloraron en tierra extraña su desventura los caídos y alzaron la frente con orgullo los elegidos. La tierra cubrió los restos del antiguo ministerio y entró en Loja un filósofo desengañado.
González Brabo vio un hombre barbudo y tembló como la hoja en el árbol. Los teatros de invierno se cerraron; la Patti lanzó su último gorgorito y voló hacía otros climas; los Campos Elíseos se abrieron al público; comenzó la gente a rodar por la montaña rusa, y en el teatro de Rossini resonó la primera nota de El Profeta. Tamberlick hacía de Amoldo y de Juan de Leyde a la perfección; a la caída de la tarde un centenar de coches conducían alegres parejas a la mansión Elísea; Leotard saltaba en el circo del Príncipe Alfonso y Mr. Batty introducía su blonda cabeza en las bocas de sus anímales domésticos; las hermanas Foucarl y el imposible Pietrópolis hacían prodigios gimnásticos todas las noches que el hábil maestro Arban no hacía resonar su orquesta en el hipódromo; el paseo de Recoletos era un jardín de delicias, un edén de flores de todas clases, lo mismo que el salón de conciertos de los Campos, que ofrecía un aspecto mágico y oriental; un ballenato desventurado se ostentaba en el desierto barracón y un elefante luchaba con un bicho en la Plaza de Toros.
Les espectáculos abundaban en todo Madrid, y se vacilaba en preferir los espectáculos gratis, que eran los más divertidos: todos los que no habían abandonado la capital se entregaban a las delicias del calor con un sibaritismo verdaderamente tropical. ¡Qué días! ¡qué felicidad! ¡Cuántas delicias! ¡Oír buena música! ¡Ver buenas caras y buenos fuegos artificiales! ¿Qué hay comparable a esto? Es preciso confesar que Madrid era entonces un edén de felicidades.
Mas de pronto (tristeza causa el recordarlo) principian a correr rumores siniestros: se dice que hay cólera en Valencia, que es probable que se venga a Madrid: después se asegura que en el barrio de Lavapiés ha habido un caso, que ha habido dos, tres, etc.
Ya principiaba el otoño, y el cólera hacia lentos estragos en Madrid: aumentaba paulatinamente, se acercaba al centro: ya la cosa iba un poco seria: en fin, se desarrolla el cólera: comienza el pánico: sale a escape la gente: quédase triste y desamparada la población, y por todas partes se oían pésames, lamentos y quejas: las cajas de muerto se aparecían en donde quiera tan abundantes como las camillas. Estábamos en plena epidemia.
La caridad se manifestó dignamente, y el socorro de los sanos contribuía a mitigar el dolor de los atacados.
Era esto en tiempo en que casi, casi estaba Italia a punto de ser reconocida, y Ulloa y Tagliacarne a punto de ser cambiados respetuosamente.
Al fin Dios se compadeció de nosotros y nos quitó el mal, que según las sibilas neas; se nos había propinado donosamente por nuestras culpas: fueron enterrados los muertos: abriéronse de nuevo los teatros: volvió la calma a los corazones y la gente fugitiva tornó a sus hogares. Epidemias, defunciones, lutos, emigraciones, paralización del comercio, miseria. Plaga no menos funesta que las anteriores. Esta es la cuarta, si no nos equivocamos en la cuenta.

Todo el mundo salía a la calle llegado el buen tiempo. El paseo de Recoletos, la Castellana y el parque de El Retiro se convertían en los lugares preferidos para el esparcimiento. A este último acudían los hidrólogos, para beneficiarse de las propiedades sanadoras del agua de las fuentes y aguaduchos o disfrutar de la ría, el estanque y su embarcadero. [Ver: Un día de 1898 en el Parque de El Retiro].

Pero Galdós habla de la «hidrofobia», que es el temor al agua y la enfermedad de los perros transmitida al hombre por mordedura, que es, de forma figurada, lo que transmite al pueblo el exacerbo de la política.
Nos cuenta que comienza la actividad en los Campos Elíseos. Este lugar de recreo había sido inaugurado el sábado 18 de julio de 1864 con la asistencia de los reyes.
Sus terrenos, con varios jardines e instalaciones, ocupaban la zona que en la actualidad comprende las calles de Alcalá, Velázquez (casi hasta Lagasca), Goya, General Pardinas y Príncipe de Vergara.
Una de las curiosidades de los Campos Elíseos era su horario de apertura: las cinco de la mañana.





Llamaba la atención su teatro, el Teatro de Rossini, ubicado aproximadamente sobre la calle Jorge Juan y Príncipe de Vergara. Amplio y rectangular, constaba de cuatro pisos, de los cuales los tres primeros disponían de varios palcos.

Manuel Ovilo y Otero describía en la revista Escenas Contemporáneas [2] algunos detalles: «El techo está pintado con exquisito gusto y suma sencillez. El escenario, aunque no es tan espacioso como la sala, es de buenas dimensiones. Tiene cuatro lucernas de gusto, colocadas cerca de los ángulos. En la parte inferior de estos hay bustos que representan personajes célebres, como asimismo en las explanadas del piso principal que mira al jardín. Sobre el telón de boca y completamente fuera, se lee el nombre del inmortal Rossini, puesto, según se dice, con permiso del célebre maestro».

Junto al teatro había una fonda de grandes proporciones y cerca de ella una explanada con dos escaleras que conducían a la casa de baños, de la que Ovilo y Otero nos cuenta: «A la entrada hay un salón de descanso con el techo pintado a la aguada, de suficiente capacidad. Los cuartos donde se encuentran las pilas dan a un jardinito de forma triangular».

Más hacia el Oeste, en la manzana delimitada por las calles de Goya, Castello, Jorge Juan y Núñez de Balboa, se encontraba un salón circular, destinado a conciertos y bailes, rodeado de palcos. Junto a este, ya sobre la actual calle de Goya con Velázquez, una enorme plaza de toros y la montaña rusa, de la que dice Ovilo y Otero que estaba «formada por el declive de un tambor o cilindro hueco, cortado irregular y oblicuamente, y construido de mampostería y maderos».

Hacia el Sur, aproximadamente en la manzana que comprende las calles de Jorge Juan, Núñez de Balboa, Villanueva (casi hasta Alcalá) y Velázquez, había un canal o ría con embarcadero y un bonito puente rústico; por allí circulaba una góndola a vapor que el día de la inauguración fue muy aplaudida por la Real Casa. A un lado del canal se levantaba un edificio simulando en su exterior un castillete, destinado para el tiro de pistola y gimnasio.

También había una casa de vacas, una faisanera, dependencias de la Administración y una plazoleta con columpios.





Amable lector, llegados a este punto, y después de escuchar esa musiquilla, te invitamos a viajar al momento de la inauguración.

En lo alto del Teatro Rossini ondeaba el pabellón nacional y algunos espacios estaban lujosamente iluminados.
A las seis de la tarde, con el tronar de diez bombas lanzadas por los morteros León y Castilla, comenzaron los actos de inauguración. Inmediatamente se puso en marcha el vapor Príncipe Alfonso para recorrer la ría mientras una banda militar entonaba los acordes de una marcha triunfal. De siete a nueve esta banda ejecutó diversas piezas en la plaza del teatro.
A las ocho se abrieron las puertas del coliseo y a las nueve comenzó la función. Primero se interpretó la Sinfonia de L'assedio de Corinto, y a continuación la Cantata a Rossini, por el coro, orquesta y banda militar, compuesta de más de 200 profesores. Después, Baile fantástico en dos actos, titulado Gisela o las Wilis.
En el íntermedío del primero al segundo acto de la Gisela, se dispararán fuegos artificíales. Desde las nueve y medía basta las doce y medía de la noche, en el salón de conciertos sonaron varias piezas a cargo de la banda militar del 5º Regimiento, dirijida por el Sr. Crasi.


V
Literatura y teatro
También se nos ocurre recordar algo del movimiento literario de nuestra patria en el año que hoy concluye. No sabemos de ninguna obra notable, ni en nuestros teatros se ha representado comedía alguna digna de llamar la atención. Aquí no se escriben libros de filosofía, ni de ciencias, ni de crítica; esto es cosa muy ardua. En cambio se publican sendas novelas que honrarían a Walter Scott у a Manzoni, y a cada momento nos vemos asediados por prospectos ingeniosos tan bien escritos como las novelas que pregonan y sazonados con toda la sal de las baraturas editoriales, para que sea más fácil el negocio, que es el quid divinum alumbrador de semejantes producciones.
¡Cuánta novela, gran Dios, cuánta novela! No hay esquina donde no se anuncie en letras gordas unas recientemente salida del cacumen de un escritor y dada a la estampa por las prensas del más artificioso de los editores. Las primeras entregas se deslizan por debajo de las puertas y vienen a sorprendernos en nuestras casas, ofreciéndonos al par de su desabrido contenido un trocito de literatura suplicativa en que nos pide nuestra suscrición el amable repartidor.
Lo que nos sorprende es que hay quien lea estas novelas, y que sean leídas y muy leídas se deduce de que se hacen muchas ediciones de ellas, y se agotan, y no queda un ejemplar en las librerías. Este es un fenómeno que no hemos podido explicarnos todavía.
En el teatro ha pasado una cosa idéntica. El año cómico (ciertamente el que acaba de pasar es el año más cómico que hemos visto) ha sido infecundo: no ha dado a la literatura patria ni una comedia ni un drama dignos de pasar a la posteridad. Los hermanos Catalina dirigían con acierto el Príncipe en la segunda mitad de la temporada anterior, y en unión de Matilde y de Mariano Fernández proporcionaban al público horas de agradable solaz. Recordamos, sin embargo, que las piezas en que más se distinguían era en las del repertorio antiguo y en algunas felices traducciones de D. Ventura de la Vega y de Coll; Mari-Hernández la Gallega, La Farsa y Batalla de damas eran las obras favoritas de aquel teatro: en clase de obras originales nos dio algunas, entre las cuales descuellan Mañana, de Coupigny, y el Toisón roto, de Hurtado. Variedades no salió del repertorio de Romea: Sullivan, Bruno el tejedor, El hombre de mundo, La mujer de un artista, El qué dirán y el qué se me da a mi salieron de nuevo a la escena, donde el talento de Romea apareció otra vez dominando tan difíciles papeles de un modo maravilloso.
Más tarde vino la Civili al coliseo de la calle de la Magdalena y nos dio al comenzar la temporada la Dama de las camelias. María Giovanna y Adriana Lecouvreur. La gran artista se hizo aplaudir con furor en estas tres piezas: el público acostumbrado a la dicción italiana comprendió perfectamente las peripecias de los dramas y penetraba todas las delicadezas del diálogo: los triunfos se sucedían y el teatro estaba lleno todas las noches.
Mas de pronto comenzó la señorita Civili a familiarizarse con nuestra lengua, y después de leer en público una oda al Dos de Mayo, contrató una pequeña troupe de actores españoles y nos dio un ridículo sainete titulado La Casa de campo, en que se nos aparecía rival de la Zapatero la misma heroína de la tragedia italiana y de los dramas franceses; la misma que había sido Francesca de Rimini y Margarita Gauthier. La actriz fue aplaudida con entusiasmo, y animada con el triunfo, emprendió trabajos más difíciles. Hoy es ya una artista española y nos da en Variedades La hija del Almogavar.
Confesamos que nos parece que vale macho más la señorita Civili representando en italiano que en español. No es tan fácil cambiar bruscamente de escuela y perder completamente el estilo y la expresión que se ha aprendido desde la niñez.
Inaugurada la presente temporada en los días en que el cólera comenzaba a hacer estragos, nos ofreció el Príncipe El alcalde de Zalamea, admirable obra de Calderón, que interpretaron con gran inteligencia los primeros actores de España.
Nuestros lectores conocen perfectamente la compañía que actúa en este teatro, y nos abstenemos, por lo tanto, de hablar de ella. Las obras nuevas valen muy poco, a pesar de que algunas hayan sido apadrinadas por la gacetilla, y nos atrevamos a asegurar que el año cómico que acaba de pasar os de los más desastrosos que hemos visto: el año literario en general ha sido deplorable. Malas novelas, malos dramas, malas comedias, escritores envanecidos, críticos bonachones, entregas suplicatorias, periódicos satíricos vergonzantes: he aquí la quinta plaga del año.
No hacemos referencia al panorama literario de 1865 para no ahondar en detalles; Galdós lo deja más o menos claro. En cuanto a los teatros, al citar a la de la calle Magdalena se refiere al Teatro Variedades, también citado. Este teatro por horas, popular y de los bufos de Arderius, había sido inaugurado en 1843.




Poco antes de acabar el presente artículo celebrábamos el Día Mundial del Teatro, buen momento para ofreceros la cartelera de espectáculos de aquel Madrid alegre y cultural que en el mes de septiembre aun no era consciente de la amenazante epidemia.






VI
Escena lírica
La escena lírica anda también de mal talante: el Teatro Real se encuentra en un estado lastimoso: hay allí tiples insoportables, tenores invisibles y bajos muy encopetados, lo cual no impide que una magnífica orquesta con excelente cuerpo de coros les acompañen. Pero no nos anticipemos: recordamos que al fin de la temporada anterior, en los tiempos de Mr. Bagier, cantaba la Patti la Sonámbula, el Barbero y Lucia con éxito extraordinario: recordamos la Lucrecia de la Penco, la Grossi y Selva, y el Fausto de Mario y Selva: por último, se nos dio a conocer el Profeta, una de las mejores obras de Meyerbeer.
Mas los Campos Elíseos recogieron la herencia del teatro de Oriente, y el Profeta continuó en les Campos seguido de Guglielmo Tell, Macbeth, Romeo у Julieta, Martha, Poliutto у la inolvidable Mutta di Pórtici.
En el día conocemos L'Africana, pero no tenemos artistas como aquellos; poco nos importa que la Rey Valla cante bien, y Bouchée arranque aplausos en La Favorita. Esto no basta; El Saltimbanco y Hernani no se olvidarán tan pronto, y las más de las noches asistimos con miedo al teatro creyendo escuchar una grita espantosa.
Allí chillan las primas donnas, vociferan los tenores y gruñen los bajos. ¿Qué hacer en tan triste situación? Ya no le queda a uno ni el recurso de distraer sus melancolías en el paraíso del Teatro Real. ¿En qué país vivimos? Silbas, malos artistas, apretones, billetes caros, espectáculos escandalosos: sexta plaga.

En esta sexta plaga aparece el Teatro Real y se nombra a Adelina Patti, entre otras figuras de la lírica. La famosa soprano, nacida en Madrid el 19 de febrero de 1843, despuntó como una de las voces más notables de su tiempo en 1862. En alguna de las representaciones a las que asiste el joven Galdós pudo escucharla. Nosotros también podemos hacerlo, imaginándonos en aquel primitivo coliseo de la plaza de Oriente.






VII
Los neos
Es cosa de cajón que en tratándose de plagas han de ser siete. ¿Cuál es la sétima? No puede ser otra que la que se extiende por toda la nación emanada de santos locos de piedad política; no puede ser otra que la que oculta y solapada se desliza por esta sociedad contaminando en silencio cuanto toca. ¡Epidemia fatal y nunca extinguida! Se la conjura por todos los medios conocidos, y desaparece por un momento para volver después más temible monstruo, fuerte e invulnerable. Se le hiere, se le mutila, y el miembro arrancado renace con más fuerza.
Tribu alborotadora y mogigata, se multiplica, ramificándose hasta los más lejanos extremos de la Península española. Husmea en el fogón de la diplomacia y escarba en el lodazal político; confecciona sus armas mortíferas con la al parecer inocente cera que desprenden las velas del altar; está en todas partes como Satanás, y en todas partes deja sentir su influencia sofocante y mortífera como la de los miasmas deletéreos; es plaga perenne, inmutable, de todos los días, de todos los meses, de todos los años; plaga perdurable, arraigada en nuestro suelo con tenacidad incontrastable, y que no será esterminada si los fumigadores modernos no inventan alguna máquina de combustión formidable, algún nuevo sistema de calefacción inquisitorial que sea en grande escala lo mismo que las que en las casas se usan para la extinción de ciertos insectos nocturnos. ¡Los neos! esta es la sétima plaga.
Dentro de doce meses os daremos cuenta de las siete del año venidero, de las cuales algunas principian ya a hacer lentos estragos.

Los neos es el diminutivo peyorativo del movimiento político e ideológico llamado neocatolicismo, nacido en el siglo XIX, y cuya representación era el Partido Monárquico Nacional fundado por inspiración del presbítero Jaime Balmes en 1844. La mayoría de sus partidarios se unieron al Carlismo en defensa de la unidad católica en España.
Sin entrar en más detalles, la sola mención del padre Claret, el escolapio pp. Fulgencio o sor Patrocinio, muestran su presencia en la Corona y la influencia sobre Isabel II.




Cuando en 1904 Galdós se entrevista con la reina en París, saldrá en la conversación aquellos tiempos en que la apodada «monja de las llagas» campeaba a sus anchas por la vida de Isabel II, quien dijo:
Más generosa que sincera, amparó con ardientes elogios la memoria de la monja Patrocinio:
– Era una mujer muy buena–nos dijo–; era una santa, y no se metía en política, ni en cosas del Gobierno. Intervino, sí, en asuntos de mi familia, para que mi marido y yo hiciéramos las paces; pero nada más. La gente desocupada inventó mil catálogos, que han corrido por toda España y por todo el mundo…
El favor del Cielo debió Vuestra Majestad esperarlo como sanción de sus actos y de su fiel cumplimiento de Las leyes, y no vislumbrarlo tras de las milagrerías y enredos con que alucinaban a la pobre niña Reina los traficantes en piedad o cambiantes de almas por intereses y de intereses por almas.

Duendes de la Camarilla que tienen su espacio en los Episodios Nacionales de la segunda y la cuarta serie, de la que nos llega el eco de los fusilamientos en el muro de la plaza de toros cuando lo del cuartel de San Gil (1866), y los nombres de Simón Paternina y la Zorrera en La de los tristes destinos:
Que no se diga que solamente las almas de los ricos tienen naufragios, sufragios, o como eso se llame, para salir pronto del Purgatorio. Yo le pago una misa a mi Simón, y él, que era bueno y no tuvo parte en la matanza de los oficiales, irá pronto a la presencia de Dios, y le dirá: «Señor Santísimo, mire cómo me han puesto, cómo me han acribillado. En la mano traigo mis sesos. Esta es la Historia de España que están haciendo allá la Isabel y el Diablo, la Patrocinio y O’Donnell, y los malditos moderados…, que no parece sino que Vuestra Divina Majestad ha echado mil maldiciones sobre aquella tierra…»
Las expresiones de este episodio que pone fin a la cuarta serie, escrito entre enero y mayo de 1907, no difieren de las pronunciadas en los periódicos de aquel año de 1865. 

Así, en el diario liberal La Iberia del 15 de enero podía leerse: «Todos los que niegan la verdad del progreso, llámense Papas, obispos, cardenales, curas o monaguillos, son (…) neos hasta la médula de los huesos. Y neos significa aquí insensatos, con toda la insensatez del que mirando la luz del día, afirmase que reinaban las sombras de la noche».

Por la parte contraria, el periódico monárquico La Esperanza del 23 de febrero transcribía el discurso que Antonio Aparisi y Guijarro pronunciado en la Sociedad literario-católica La Armonía en diciembre de 1864:
Se nos llama neos, y aceptamos el mote irguiendo la cabeza, porque hoy para los católicos solo hay peligros que arrostrar, no medros que conseguir. ¡Atacados somos por todas partes, y no atacados noblemente, sino indignamente! ¿Por qué? Porque hombres frágiles, pero hijos sumisos de la Iglesia, nos arrojamos a defenderla contra esos bárbaros que no se han desprendido de los hielos del Norte, sino de las regiones tenebrosas de la duda, para acabar, si tanto pudiesen, con todo lo que creyeron, amaron y adoraron nuestros padres. Eso es, y no otra cosa, lo que fantasean y codician esos salvajes del pensamiento.

Pasó el año de 1865 en Madrid y en toda España, con siete plagas; unas más dañinas y peligrosas que otras. Y ahí estaban, como hoy, los dineros de la Corona, vistos de una u otra manera; los desastres financieros pasados, presentes y futuros; las manifestaciones, con sus linternazos y sus virus; las epidemias que hoy se nos han presentado en pandemia; los malos libros y peores espectáculos; y los neos…, aplíquese aquí el comentario que a cada uno convenga: Confiemos nuestro destino a Dios o a la Ciencia.



FINAL DE LA SEGUNDA PARTE




Dedico esta segunda parte a todos vosotros, los confinados,los que cada tarde
hacéis de los balcones una convención nacional de apoyo y agradecimiento.

Eduardo Valero García
Madrid, 29 de marzo de 2020
Decimocuarto día de confinamiento











Bibliografía y Cibergrafía


[1] GALINDO DE VERA, León, Revista de la Semana, El Museo Universal. Madrid, 23 de abril de 1865.

[2] OVILO Y OTERO, Manuel, Variedades, Revista Escenas Contemporáneas, Madrid, 1864, p. 159

Biblioteca Nacional de España (Hemeroteca y Biblioteca digital hispánica)
www.bne.es

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