Poco se parece la Semana Santa de hoy a la que vivieron los madrileños de otros tiempos. Los estrictos preceptos de riguroso cumplimiento han ido mermando hasta su mínima expresión. De bula en bula, al final la hemos hecho fija y sin necesidad de pedirla. Porque todo ha cambiado, menos ese manjar gustoso, con leche, azúcar, canela y vino generoso que llamamos torrija.
Desde el Miércoles de Ceniza al domingo de Resurrección nada es como en el Madrid de antaño.
Ya en el medioevo madrileño se mostraba un ambiente triste, de profunda seriedad y no menos profundas prohibiciones. El Fuero de Madrid de 1202 ordenaba no tomar prendas en Cuaresma, y de ahí en adelante, con el correr de los tiempos, se sumaron más prohibiciones.
Imposible hacer ruidos en Semana Santa porque también estaba prohibido. Las iglesias no tañían sus campanas; tampoco se podía andar gritando por las calles ni dar pregones el domingo de Resurrección. La gente procuraba hablar a media voz, e iban todos como fantasmas, con gesto amargo y paso lento.
Sólo se permitía música religiosa en los templos, aderezadas con novenas y rezos.
Por citar otra prohibición, ningún carruaje podía circular por las calles en Jueves Santo, incluido el del rey. Sólo se permitían las sillas de mano como único transporte.
Las primeras semanas de la Cuaresma todo era recogimiento. Los feligreses asistían a iglesias y oratorios. Quienes no podían acudir por el día lo hacían por la noche, principalmente los hombres.
Eran escasas las manifestaciones públicas, sólo dos se hacían: las misiones de los Dominicos y Jesuitas en las plazas principales y dos procesiones, que eran las del Cristo de los Desagravios (que salía de San Luis el viernes de Dolores) y la del Cristo del Perdón, que hacían los frailes Dominicos del convento del Rosario.
Palmas y Ramos
Llegada la última semana de Cuaresma aquel recogimiento y sobriedad explotaba en una magnífica ostentación. En las puertas de las iglesias se montaban tenderetes de venta de palmas el Domingo de Ramos, día acostumbrado para estrenar vestidos; esos que luego se lucirían entrada la primavera.
El Madrid noble y postinero salía a la calle, después de rezos y bulas, para pavonearse por los paseos en la procesión y bendición de las palmas. Como en Corpus Cristi, la Puerta del Sol se convertía en escaparate de moda y la Carrera su pasarela.
La procesión de mayor pompa era la que se hacía en el interior del Palacio Real. El Ayuntamiento iba a la de la iglesia de Santa Cruz, y en el Colegio Imperial (Instituto de San Isidro) se exponía el Santo Sudario.
En el Hospital de la Pasión (hoy Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Madrid), aprovechaban ese día para trasladar de la iglesia al Camposanto los huesos de los muertos. Los asistentes al funesto acto obtenían indulgencia plenaria.
Era costumbre que los galanes ofreciesen palmas a sus damas al entrar en la iglesia. Situación complicada que propiciaba reyertas cuando dos galanes la ofrecían a una misma dama, o cuando una era equivocada por otra; algo normal por ir todas ellas con el manto echado.
En la siguiente imagen, atesorada por la BNE, vemos una petimetra con manto y luciendo un bonito modelito en la Semana Santa de 1777.
Finalizados los oficios el galán acompañaba a la dama a casa y ataba la palma en la reja con cintas de seda. Como en el caso de los abanicos o los pañuelos colgados en los balcones, las cintas también tenían un código.
Si el color de la cinta era encarnado, el galán podía sentirse afortunado, era amado.
Si de color negro, el galán había sido rechazado.
Las verdes daban esperanza y las blancas indicaban que la dama estaba disponible.
Como estaba prohibido tañer las campanas en Jueves Santo, las iglesias utilizaron unas máquinas que llevaron el nombre de matracas. Estaban compuestas por dos maderas en forma de aspa y unos martillos. Al hacer girar las aspas el golpeteo de los martillos producía un ruido muy particular con el que se llamaba a los fieles. Había variopintos modelos y de diversos tamaños, pero en esencia todos cumplían la misma función.
Existían otros artilugios más pequeños, llamados tabletas, que eran eso, una tabla con mango y una o varias aldabas.
En tiempos de Carlos I los galanes las regalaban a sus damas. Estas tabletas se mostraban primorosas, de artesonada manufactura, labradas y con las aldabas de latón, plata u oro, según los posibles del galanteador. Se utilizaban el Miércoles Santo en los paseos por las lonjas de los templos o sus cementerios.
Más adelante, en las puertas de las iglesias comenzó a venderse otro instrumento, la carraca. A este artilugio hoy le denominamos matraca, por lo que no es necesario explicar su mecanismo. Ya en el siglo XVII los niños madrileños lo utilizaban como juguete.
Pero también los jóvenes galanes y sus damas las utilizaban dentro de los templos, cuando se apagaban las luces del tenebrario, creando un terrible jolgorio que Felipe II, y también el tercero y el cuarto, intentaron prohibir sin éxito.
Las siguientes imágenes muestran la gran variedad de matracas, matracones, carracas y tabletas utilizadas en diferentes épocas y no siempre para uso religioso.
En Madrid está radicado el leonés D. Francisco Marcos Fernández, autodidacta artesano y coleccionista que atesora y construye este tipo de instrumentos. Su colección puede considerarse única en el mundo por ser la más variada en contenido. Las reproducciones que él mismo fabrica son fruto de una minuciosa investigación y están realizadas con maderas nobles recicladas, algunas con una antigüedad superior a los doscientos años. https://www.carracasymatracas.com/
Como muestra de su colección ofrecemos los siguientes vídeos.
Las arrebozadas, o rebozadas, o enmantonadas
Como en Semana Santa las iglesias permanecían abiertas las 24 horas y encendidos sus monumentos toda la noche, a la madrugada asistían los que iban a rezar y aquellos galanes que buscaban otras pasiones, no las de Jesús.
En el ambiente cargado por los efluvios humanos y la cera ardiente; medio en penumbras y con el leve susurro de los rezos, unas damas cubiertas con sus mantos, velaban al Santísimo con hachas encendidas. Eran las arrebozadas o rebozadas, que quiere decir: enmascaradas o con el rostro cubierto.
Pues bien, con los galanes pasionales por un lado y las arrebozadas por otro, en el encuentro religioso surgía el romance y lo que terciase. Escándalo que, como otros tantos, minaron la paciencia del segundo rey Felipe, quien en 1575 consultaba con el Arzobispo de Burgos la manera de evitarlos.
Colaciones
El Jueves y Viernes Santo las iglesias se poblaban de tenderetes. Confiterías ambulantes, despachos de vino y pan, buñolerías y otros, proveían dulces y manjares a los parroquianos. Era costumbre que los comiesen dentro de los templos.
Y las damas y galanes hacían lo propio
En las tribunas de los caballeros y en las sacristías se montaban opíparas mesas llamadas colaciones, en las cuales bebían y comían los que salían de velar al Santísimo, entregándose a pantagruélicas francachelas. Gómez Ribera, poeta de los tiempos de Carlos I, había escrito:
En Palacio se preparaba una colación para los pobres y se les regalaba ropa.
Visita a los monumentos y siete Sagrarios
Las iglesias competían por tener el mejor monumento, que es el altar donde se guarda un copón con las formas consagradas del oficio de Jueves Santo.
Todo Madrid tenía por costumbre visitarlos luciendo sus mejores galas y rezaban frente a ellos… y, como hemos visto, también comían y flirteaban.
Las iglesias no escatimaban en gastos para su decoración, sacando los más ricos tapices y candelabros relucientes, además de hacer un buen dispendio en flores, velas y velones.
Como contrapunto, se instalaban las llamadas “mesas petitorias” para que los visitantes dejasen su limosna. Era una de las tantas cuestaciones que con el tiempo se hicieron más vistosas; así, por ejemplo, las mesas de cuestación de la Fiesta de las Flores, integradas por nobles damas y bonitas señoritas, recaudaban dinero para pobres y desvalidos. Las señoritas, muy bien vestidas y maquilladas, recorrían las calles madrileñas poniendo florecillas de papel en las solapas a cambio del óbolo.
Las visitas a los monumentos eran a su vez visita a los siete Sagrarios, es decir: siete estaciones, siete iglesias.
El más concurrido de los templos era el de la iglesia de San Sebastián, por participar en la mesa petitoria las bellas actrices de la Congregación de la Virgen de la Novena.
Los reyes también visitaban los monumentos de las iglesias cercanas al Palacio. Y los madrileños más avispados hacían las siete visitas entrando y saliendo de la misma iglesia.
Lavatorio e indultos
El Jueves Santo reyes y reinas lavaban los pies de doce mendigos, tradición esta que se remontaba al año de 1242, cuando Fernando III de León y Castilla la instauró en su Corte. La religiosa costumbre continuó hasta los tiempos de Alfonso XIII.
El Viernes Santo también lo celebraba la monarquía con oficios en la Capilla del Palacio. Ese día se le ofrecía al rey, en bandeja de plata, los expedientes de indulto de seis reos condenados a muerte. Estos documentos iban atados con cintas negras.
El obispo preguntaba al monarca si perdonaba o no a los reos. El rey respondía:
Entonces, las cintas negras se cambiaban por otras de color blanco.
Procesiones
Las procesiones fueron impulsadas en el siglo XVI por los gremios, por eso durante doscientos años los pasos eran llevados por trabajadores de diferentes gremios. Así, el paso de Jesús Nazareno lo organizaban los confiteros; el del Santo Sepulcro, los barberos; el del Cristo Crucificado, los herreros; el de la Vera Cruz, los cocheros; y hasta una treintena de pasos de otros gremios que marchaban por las calles madrileñas entre el Domingo de Ramos y el de Resurrección.
En el siglo XVII era costumbre romper ollas y pucheros; y también lanzarse unos a otros papelillos impresos con figuras de angelitos y la palabra “Aleluya”.
Era costumbre en la procesión del entierro de Cristo, que se celebraba al amanecer del Sábado Santo, así como en los pasos del viernes por la tarde, que algunos hombres iban aspados y otros, con la espalda desnuda, se azotasen hasta sangrar. Más tarde, concluida la procesión, se les tiraba bolas de cera amasadas con vidrio en polvo. A este paso le llamaban “de los azotes”.
Esto, y la quema de figuras que representaban a Judas, fue prohibido por Carlos III, sin embargo, la costumbre continuó hasta el siglo XIX.
En 1805 las procesiones quedaron reducidas a una sola que se celebraba el Viernes Santo. Se marcó el orden de salida de cada paso, siendo el primero el de la Oración del Huerto, del gremio de hortelanos y el último el de la Soledad de María Santísima, haciendo un total de seis. Quedó prohibido que las mujeres participaran alumbrando, algo que habían hecho hasta entonces y que recuerda a las arrebozadas que hemos citado.
La siguiente imagen representa a los trompeteros que participaban en la procesión del Carmen Descalzo y en aquellas otras donde la música era lúgubre y participaban los disciplinantes aspados.
Por último, sin avanzar más en el tiempo, sumamos a todo ese gentío la presencia de los ciegos y su vocinglería, cantando la pasión en todas las procesiones.
De lo religioso a lo profano
Ya hemos visto el carácter jocoso, ostentoso y libertino que mostraba Madrid en los días más señalados de la Semana Santa. Las estrictas prohibiciones poco efecto causaban sobre un pueblo ansioso de festejos.
Entre las fiestas profanas que utilizaban como excusa las celebraciones religiosas, citaremos dos: la vieja de las siete piernas y la Romería de la Cara de Dios.
La vieja de las siete piernas
Ilustrada ya la Semana Santa, retrocedemos al inicio de la Cuaresma y sus siete semanas.
Coincidiendo con el Entierro de la Sardina, que se celebra el Miércoles de Ceniza, desfilaba con el séquito la representación en cartón de una vieja con siete escuálidas piernas.
Después del entierro, por la noche la anciana figura era llevada a la Plaza Mayor, donde se la coronaba de espinas, se le colocaba un gran manto negro y un cetro de ramas de apio o espinacas; todo ello mientras se entonaban cantos fúnebres entre lamentaciones y juramentos de no entregarse a la juerga hasta que la vieja perdiese sus siete piernas.
Colgada la triste figura en una cuerda, los sábados por la tarde se le cortaba una pierna. Para este solemne acto se reunían los cófrades de San Marcos y de la Sardina.
La operación se repetía cada sábado hasta el Sábado Santo, que era cuando al toque de Gloria se la decapitaba. Con gran algarabía de pandorgas y petardos se pegaba fuego al muñeco descabezado y se celebraba un baile.
Algunos decidieron celebrar este ritual mediando la Cuaresma. El día que se hacía llevó por nombre el de “partir la vieja”; y mucho debían cuidarse las ancianas de salir a la calle porque eran perseguidas por niños y muchachos armados con vejigas y sables de madera al grito de “¡La vieja! ¡Muera la vieja!”.
Si la fiesta de San José coincidía con la Cuaresma, la Cofradía de San Marcos y la de la Pasión descolgaban la figura y la escondían, rindiendo homenaje al Santo con música, bailes y cohetes. Al día siguiente volvían a colgarla con toda solemnidad.
Romería de la Cara de Dios
Sean dos o más las caras, lo cierto es que la madrileña tuvo su romería e infinidad de fieles que iban a venerarla desde el siglo XVIII y hasta el año 18 del siglo XX.
Allá, por los comienzos del siglo XVII, la marquesa de Castell-Rodrigo, doña Leonor de Moura, cuyo palacio se hallaba enclavado fuera de la montaña del Príncipe Pío, hacia la parte de la plazuela de Afligidos, fundó en el mismo siglo una capilla, donde comenzó a venerarse la Cara de Dios, cuyo lienzo, el auténtico, fue un regalo que en pago de no se sabe qué valiosos servicios hizo Su Santidad el Papa Benedicto XIV a los Castell-Rodrigo.
La Cara de Dios, estampada en el mismo lienzo en que la Verónica recogía la vera imagen al enjugar el sudor que bañaba el semblante de Jesús, era, pues, una preciosa alhaja vinculada al mayorazgo de los marqueses que desde aquellos tiempos comenzó a exponerse públicamente en Semana Santa.
La fama de los milagros realizados por la Cara de Dios que se veneraba en la capilla del palacio de la marquesa cundió, no ya por Madrid, sino por toda España, y una muchedumbre de creyentes acudía de lejanas tierras a visitar la milagrosa imagen y al cuerpo de San Vidal, que data del siglo III, y que se conserva momificado.
Al desaparecer el palacio de la marquesa y el convento de San Joaquín, de los Padres Premostratenses (vulgo Afligidos), cuyo nombre se aplicó más tarde a todo el distrito, la capilla de la Cara de Dios hubo de construirse en el lugar que ocupó hasta los años 40 del siglo XX. En su lugar se hallan hoy las escaleras de acceso a la plaza de Cristino Martos, aproximadamente.
La capilla nueva, construida a finales del siglo XIX, tenía entrada por la calle de la Princesa y salida por la del Duque de Liria.
Origen de la romería
El origen de la romería de la Cara de Dios, aunque no existen datos concretos que lo comprueben, debe remontarse a las postrimerías del siglo XVIII, en época de Carlos IV.
La fiesta fue instituida por la nobleza y acabó siendo patrimonio exclusivo del pueblo.
Existe rivalidad con Jaén sobre la autenticidad del sudario que da nombre a esta romería. Para los jiennenses el suyo es el verdadero, mientras que los madrileños aseguramos no conocer otro más auténtico que el nuestro, regalo del Papa Benedicto XIV, corroborado por los versos de Felipe Pérez, atribuidos a un sacristán que pondera las reliquias de su templo a un turista andaluz:
Y así finaliza este recorrido por la Semana Santa del Madrid de antaño y la sana costumbre de festejar que tenemos los madrileños. Quizá hoy, cuando celebramos esta fiesta religiosa, somos más recatados que antes o simplemente estamos de puente y olvidamos el recogimiento, los rezos y los potajes, pero no las torrijas… las de comercio y las de bebercio.
Desde el Miércoles de Ceniza al domingo de Resurrección nada es como en el Madrid de antaño.
Ya en el medioevo madrileño se mostraba un ambiente triste, de profunda seriedad y no menos profundas prohibiciones. El Fuero de Madrid de 1202 ordenaba no tomar prendas en Cuaresma, y de ahí en adelante, con el correr de los tiempos, se sumaron más prohibiciones.
Imposible hacer ruidos en Semana Santa porque también estaba prohibido. Las iglesias no tañían sus campanas; tampoco se podía andar gritando por las calles ni dar pregones el domingo de Resurrección. La gente procuraba hablar a media voz, e iban todos como fantasmas, con gesto amargo y paso lento.
Sólo se permitía música religiosa en los templos, aderezadas con novenas y rezos.
Por citar otra prohibición, ningún carruaje podía circular por las calles en Jueves Santo, incluido el del rey. Sólo se permitían las sillas de mano como único transporte.
Noticia del año 1787 |
Las primeras semanas de la Cuaresma todo era recogimiento. Los feligreses asistían a iglesias y oratorios. Quienes no podían acudir por el día lo hacían por la noche, principalmente los hombres.
Eran escasas las manifestaciones públicas, sólo dos se hacían: las misiones de los Dominicos y Jesuitas en las plazas principales y dos procesiones, que eran las del Cristo de los Desagravios (que salía de San Luis el viernes de Dolores) y la del Cristo del Perdón, que hacían los frailes Dominicos del convento del Rosario.
Palmas y Ramos
Llegada la última semana de Cuaresma aquel recogimiento y sobriedad explotaba en una magnífica ostentación. En las puertas de las iglesias se montaban tenderetes de venta de palmas el Domingo de Ramos, día acostumbrado para estrenar vestidos; esos que luego se lucirían entrada la primavera.
“A quien no estrena el Domingo de Ramos,
Le cortan las manos.”
El Madrid noble y postinero salía a la calle, después de rezos y bulas, para pavonearse por los paseos en la procesión y bendición de las palmas. Como en Corpus Cristi, la Puerta del Sol se convertía en escaparate de moda y la Carrera su pasarela.
La procesión de mayor pompa era la que se hacía en el interior del Palacio Real. El Ayuntamiento iba a la de la iglesia de Santa Cruz, y en el Colegio Imperial (Instituto de San Isidro) se exponía el Santo Sudario.
En el Hospital de la Pasión (hoy Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Madrid), aprovechaban ese día para trasladar de la iglesia al Camposanto los huesos de los muertos. Los asistentes al funesto acto obtenían indulgencia plenaria.
Era costumbre que los galanes ofreciesen palmas a sus damas al entrar en la iglesia. Situación complicada que propiciaba reyertas cuando dos galanes la ofrecían a una misma dama, o cuando una era equivocada por otra; algo normal por ir todas ellas con el manto echado.
En la siguiente imagen, atesorada por la BNE, vemos una petimetra con manto y luciendo un bonito modelito en la Semana Santa de 1777.
Finalizados los oficios el galán acompañaba a la dama a casa y ataba la palma en la reja con cintas de seda. Como en el caso de los abanicos o los pañuelos colgados en los balcones, las cintas también tenían un código.
Si el color de la cinta era encarnado, el galán podía sentirse afortunado, era amado.
Si de color negro, el galán había sido rechazado.
Las verdes daban esperanza y las blancas indicaban que la dama estaba disponible.
Matracas, carracas y tabletas
“Todo, todo en el mundo
Tiene descanso;
Todo, hasta las campanas
El Jueves Santo.”
Como estaba prohibido tañer las campanas en Jueves Santo, las iglesias utilizaron unas máquinas que llevaron el nombre de matracas. Estaban compuestas por dos maderas en forma de aspa y unos martillos. Al hacer girar las aspas el golpeteo de los martillos producía un ruido muy particular con el que se llamaba a los fieles. Había variopintos modelos y de diversos tamaños, pero en esencia todos cumplían la misma función.
Existían otros artilugios más pequeños, llamados tabletas, que eran eso, una tabla con mango y una o varias aldabas.
En tiempos de Carlos I los galanes las regalaban a sus damas. Estas tabletas se mostraban primorosas, de artesonada manufactura, labradas y con las aldabas de latón, plata u oro, según los posibles del galanteador. Se utilizaban el Miércoles Santo en los paseos por las lonjas de los templos o sus cementerios.
Más adelante, en las puertas de las iglesias comenzó a venderse otro instrumento, la carraca. A este artilugio hoy le denominamos matraca, por lo que no es necesario explicar su mecanismo. Ya en el siglo XVII los niños madrileños lo utilizaban como juguete.
Pero también los jóvenes galanes y sus damas las utilizaban dentro de los templos, cuando se apagaban las luces del tenebrario, creando un terrible jolgorio que Felipe II, y también el tercero y el cuarto, intentaron prohibir sin éxito.
Las siguientes imágenes muestran la gran variedad de matracas, matracones, carracas y tabletas utilizadas en diferentes épocas y no siempre para uso religioso.
En Madrid está radicado el leonés D. Francisco Marcos Fernández, autodidacta artesano y coleccionista que atesora y construye este tipo de instrumentos. Su colección puede considerarse única en el mundo por ser la más variada en contenido. Las reproducciones que él mismo fabrica son fruto de una minuciosa investigación y están realizadas con maderas nobles recicladas, algunas con una antigüedad superior a los doscientos años. https://www.carracasymatracas.com/
Como muestra de su colección ofrecemos los siguientes vídeos.
Las arrebozadas, o rebozadas, o enmantonadas
Como en Semana Santa las iglesias permanecían abiertas las 24 horas y encendidos sus monumentos toda la noche, a la madrugada asistían los que iban a rezar y aquellos galanes que buscaban otras pasiones, no las de Jesús.
En el ambiente cargado por los efluvios humanos y la cera ardiente; medio en penumbras y con el leve susurro de los rezos, unas damas cubiertas con sus mantos, velaban al Santísimo con hachas encendidas. Eran las arrebozadas o rebozadas, que quiere decir: enmascaradas o con el rostro cubierto.
Pues bien, con los galanes pasionales por un lado y las arrebozadas por otro, en el encuentro religioso surgía el romance y lo que terciase. Escándalo que, como otros tantos, minaron la paciencia del segundo rey Felipe, quien en 1575 consultaba con el Arzobispo de Burgos la manera de evitarlos.
Colaciones
El Jueves y Viernes Santo las iglesias se poblaban de tenderetes. Confiterías ambulantes, despachos de vino y pan, buñolerías y otros, proveían dulces y manjares a los parroquianos. Era costumbre que los comiesen dentro de los templos.
“Fui a la iglesia con las niñas
El día de Jueves Santo,
E acallamos nuestro llanto
Empapándole en rosquillas”
Y las damas y galanes hacían lo propio
“Ayer, en el monumento
que ponen los mercedarios,
cargada de escapularios
vide á mi dueño e tormento.
Rezaba con fervor santo,
e entre estación y estación,
endulzaba su oración
comiendo bajo del manto.
Viendo su tal apetito
e deseando osequiarla,
me salí para comprarla
dulces do San Antoñito.
E volviéndome á su lado
cargado de confetura,
allé en ella mi ventura
dempues de qu' hubo rezado,
Que luego qu' el cucurucho
abri para regalarla
forzé la mano besarla
e noz me la quitó mucho.”
En las tribunas de los caballeros y en las sacristías se montaban opíparas mesas llamadas colaciones, en las cuales bebían y comían los que salían de velar al Santísimo, entregándose a pantagruélicas francachelas. Gómez Ribera, poeta de los tiempos de Carlos I, había escrito:
“El escándalo ha llegado
En España á tal fomento,
Que en banquete descarado
Se convierte el monumento
De Cristo sacramentado.”
En Palacio se preparaba una colación para los pobres y se les regalaba ropa.
Visita a los monumentos y siete Sagrarios
Las iglesias competían por tener el mejor monumento, que es el altar donde se guarda un copón con las formas consagradas del oficio de Jueves Santo.
Todo Madrid tenía por costumbre visitarlos luciendo sus mejores galas y rezaban frente a ellos… y, como hemos visto, también comían y flirteaban.
Las iglesias no escatimaban en gastos para su decoración, sacando los más ricos tapices y candelabros relucientes, además de hacer un buen dispendio en flores, velas y velones.
Como contrapunto, se instalaban las llamadas “mesas petitorias” para que los visitantes dejasen su limosna. Era una de las tantas cuestaciones que con el tiempo se hicieron más vistosas; así, por ejemplo, las mesas de cuestación de la Fiesta de las Flores, integradas por nobles damas y bonitas señoritas, recaudaban dinero para pobres y desvalidos. Las señoritas, muy bien vestidas y maquilladas, recorrían las calles madrileñas poniendo florecillas de papel en las solapas a cambio del óbolo.
Las visitas a los monumentos eran a su vez visita a los siete Sagrarios, es decir: siete estaciones, siete iglesias.
El más concurrido de los templos era el de la iglesia de San Sebastián, por participar en la mesa petitoria las bellas actrices de la Congregación de la Virgen de la Novena.
Los reyes también visitaban los monumentos de las iglesias cercanas al Palacio. Y los madrileños más avispados hacían las siete visitas entrando y saliendo de la misma iglesia.
Lavatorio e indultos
El Jueves Santo reyes y reinas lavaban los pies de doce mendigos, tradición esta que se remontaba al año de 1242, cuando Fernando III de León y Castilla la instauró en su Corte. La religiosa costumbre continuó hasta los tiempos de Alfonso XIII.
El Viernes Santo también lo celebraba la monarquía con oficios en la Capilla del Palacio. Ese día se le ofrecía al rey, en bandeja de plata, los expedientes de indulto de seis reos condenados a muerte. Estos documentos iban atados con cintas negras.
El obispo preguntaba al monarca si perdonaba o no a los reos. El rey respondía:
“Les perdono para que Dios me perdone.”
Procesiones
Las procesiones fueron impulsadas en el siglo XVI por los gremios, por eso durante doscientos años los pasos eran llevados por trabajadores de diferentes gremios. Así, el paso de Jesús Nazareno lo organizaban los confiteros; el del Santo Sepulcro, los barberos; el del Cristo Crucificado, los herreros; el de la Vera Cruz, los cocheros; y hasta una treintena de pasos de otros gremios que marchaban por las calles madrileñas entre el Domingo de Ramos y el de Resurrección.
En el siglo XVII era costumbre romper ollas y pucheros; y también lanzarse unos a otros papelillos impresos con figuras de angelitos y la palabra “Aleluya”.
Era costumbre en la procesión del entierro de Cristo, que se celebraba al amanecer del Sábado Santo, así como en los pasos del viernes por la tarde, que algunos hombres iban aspados y otros, con la espalda desnuda, se azotasen hasta sangrar. Más tarde, concluida la procesión, se les tiraba bolas de cera amasadas con vidrio en polvo. A este paso le llamaban “de los azotes”.
Esto, y la quema de figuras que representaban a Judas, fue prohibido por Carlos III, sin embargo, la costumbre continuó hasta el siglo XIX.
En 1805 las procesiones quedaron reducidas a una sola que se celebraba el Viernes Santo. Se marcó el orden de salida de cada paso, siendo el primero el de la Oración del Huerto, del gremio de hortelanos y el último el de la Soledad de María Santísima, haciendo un total de seis. Quedó prohibido que las mujeres participaran alumbrando, algo que habían hecho hasta entonces y que recuerda a las arrebozadas que hemos citado.
La siguiente imagen representa a los trompeteros que participaban en la procesión del Carmen Descalzo y en aquellas otras donde la música era lúgubre y participaban los disciplinantes aspados.
Por último, sin avanzar más en el tiempo, sumamos a todo ese gentío la presencia de los ciegos y su vocinglería, cantando la pasión en todas las procesiones.
De lo religioso a lo profano
Ya hemos visto el carácter jocoso, ostentoso y libertino que mostraba Madrid en los días más señalados de la Semana Santa. Las estrictas prohibiciones poco efecto causaban sobre un pueblo ansioso de festejos.
Entre las fiestas profanas que utilizaban como excusa las celebraciones religiosas, citaremos dos: la vieja de las siete piernas y la Romería de la Cara de Dios.
La vieja de las siete piernas
Ilustrada ya la Semana Santa, retrocedemos al inicio de la Cuaresma y sus siete semanas.
Coincidiendo con el Entierro de la Sardina, que se celebra el Miércoles de Ceniza, desfilaba con el séquito la representación en cartón de una vieja con siete escuálidas piernas.
Después del entierro, por la noche la anciana figura era llevada a la Plaza Mayor, donde se la coronaba de espinas, se le colocaba un gran manto negro y un cetro de ramas de apio o espinacas; todo ello mientras se entonaban cantos fúnebres entre lamentaciones y juramentos de no entregarse a la juerga hasta que la vieja perdiese sus siete piernas.
Colgada la triste figura en una cuerda, los sábados por la tarde se le cortaba una pierna. Para este solemne acto se reunían los cófrades de San Marcos y de la Sardina.
La operación se repetía cada sábado hasta el Sábado Santo, que era cuando al toque de Gloria se la decapitaba. Con gran algarabía de pandorgas y petardos se pegaba fuego al muñeco descabezado y se celebraba un baile.
Algunos decidieron celebrar este ritual mediando la Cuaresma. El día que se hacía llevó por nombre el de “partir la vieja”; y mucho debían cuidarse las ancianas de salir a la calle porque eran perseguidas por niños y muchachos armados con vejigas y sables de madera al grito de “¡La vieja! ¡Muera la vieja!”.
Si la fiesta de San José coincidía con la Cuaresma, la Cofradía de San Marcos y la de la Pasión descolgaban la figura y la escondían, rindiendo homenaje al Santo con música, bailes y cohetes. Al día siguiente volvían a colgarla con toda solemnidad.
Romería de la Cara de Dios
“Una gran parte del público se dirige á ver y adorar la cara de Dios, que está en la capilla del Príncipe Pío, plazuela de Afligidos, Madrid, con licencia de los andaluces que la tienen en Jaén, de los italianos que la veneran en Roma, de otros muchos que dicen lo mismo, y sobre todo de la que se arrojó al mar para calmar una tempestad. Tres eran, tres las caras de Dios, si una fué al mar quedan dos.”
Flores, Antonio. [1]
Sean dos o más las caras, lo cierto es que la madrileña tuvo su romería e infinidad de fieles que iban a venerarla desde el siglo XVIII y hasta el año 18 del siglo XX.
Allá, por los comienzos del siglo XVII, la marquesa de Castell-Rodrigo, doña Leonor de Moura, cuyo palacio se hallaba enclavado fuera de la montaña del Príncipe Pío, hacia la parte de la plazuela de Afligidos, fundó en el mismo siglo una capilla, donde comenzó a venerarse la Cara de Dios, cuyo lienzo, el auténtico, fue un regalo que en pago de no se sabe qué valiosos servicios hizo Su Santidad el Papa Benedicto XIV a los Castell-Rodrigo.
La Cara de Dios, estampada en el mismo lienzo en que la Verónica recogía la vera imagen al enjugar el sudor que bañaba el semblante de Jesús, era, pues, una preciosa alhaja vinculada al mayorazgo de los marqueses que desde aquellos tiempos comenzó a exponerse públicamente en Semana Santa.
La fama de los milagros realizados por la Cara de Dios que se veneraba en la capilla del palacio de la marquesa cundió, no ya por Madrid, sino por toda España, y una muchedumbre de creyentes acudía de lejanas tierras a visitar la milagrosa imagen y al cuerpo de San Vidal, que data del siglo III, y que se conserva momificado.
Al desaparecer el palacio de la marquesa y el convento de San Joaquín, de los Padres Premostratenses (vulgo Afligidos), cuyo nombre se aplicó más tarde a todo el distrito, la capilla de la Cara de Dios hubo de construirse en el lugar que ocupó hasta los años 40 del siglo XX. En su lugar se hallan hoy las escaleras de acceso a la plaza de Cristino Martos, aproximadamente.
La capilla nueva, construida a finales del siglo XIX, tenía entrada por la calle de la Princesa y salida por la del Duque de Liria.
Origen de la romería
El origen de la romería de la Cara de Dios, aunque no existen datos concretos que lo comprueben, debe remontarse a las postrimerías del siglo XVIII, en época de Carlos IV.
La fiesta fue instituida por la nobleza y acabó siendo patrimonio exclusivo del pueblo.
Existe rivalidad con Jaén sobre la autenticidad del sudario que da nombre a esta romería. Para los jiennenses el suyo es el verdadero, mientras que los madrileños aseguramos no conocer otro más auténtico que el nuestro, regalo del Papa Benedicto XIV, corroborado por los versos de Felipe Pérez, atribuidos a un sacristán que pondera las reliquias de su templo a un turista andaluz:
"-Una calavera,
la de San Alejo.
-Pero esa sería
de cuando era viejo,
porque en Huelva guardan,
porque no la roben,
otra calavera
de cuando era joven."
Y así finaliza este recorrido por la Semana Santa del Madrid de antaño y la sana costumbre de festejar que tenemos los madrileños. Quizá hoy, cuando celebramos esta fiesta religiosa, somos más recatados que antes o simplemente estamos de puente y olvidamos el recogimiento, los rezos y los potajes, pero no las torrijas… las de comercio y las de bebercio.
Bibliografía | ||||||
Todo el contenido de la publicación está basado en información de prensa de la época y documentos de propiedad del autor-editor. [1] Flores, AntonioEL. LABERINTO. PERIÓDICO UNIVERSAL. Tomo I (11) Madrid, 1844 En todos los casos cítese la fuente: Valero García, E. (2017) "Curiosidades de la Semana Santa madrileña", en http://historia-urbana-madrid.blogspot.com.es/ ISSN 2444-1325 [VER: "Uso del Contenido"] • Citas de noticias de periódicos y otras obras, en la publicación. • En todas las citas se ha conservado la ortografía original. • De las imágenes:Muchas de las fotografías y otras imágenes contenidas en los artículos son de dominio público y correspondientes a los archivos de la Biblioteca Nacional de España, Ministerio de Cultura, Archivos municipales y otras bibliotecas y archivos extranjeros. En varios casos corresponden a los archivos personales del autor-editor de Historia Urbana de Madrid. La inclusión de la leyenda "Archivo HUM", y otros datos, identifican las imágenes como fruto de las investigaciones y recopilaciones realizadas para los contenidos de Historia Urbana de Madrid, salvaguardando así ese trabajo y su difusión en la red. Ha sido necesario incorporar estos datos para evitar el abuso de copia de contenido sin citar las fuentes de origen de consulta. |
© 2017 Eduardo Valero García - HUM 017-001 SEMANA SANTA
Historia Urbana de Madrid ISSN 2444-1325
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